sábado, 19 de junio de 2010

Felicidad y desencanto


El Mundial tiene muchas cosas. Tribunas coloridas, pobladas por personas que gastan dinero e ingenio en maquillarse y vestirse apostando a los cinco segundos de fama que les permitirá inmortalizarse en el tablero gigante del estadio y en las pantallas de TV del planeta entero. También tiene ceremonias que se repiten robóticamente, himnos cantados con marcial unción (o llorados, como el “9” de Corea del Norte). El Mundial permite las largas “previas” de los canales argentinos (¿alguien se levantó el martes a las 6 de la mañana exclusivamente para verla?) y tiene, por supuesto, partidos. Sesenta y cuatro partidos. Varios insoportables, tediosos y que nos hacen preguntar por qué será que uno espera cuatro años para ver el Mundial y (casi) siempre termina decepcionado con la calidad de los encuentros. El Mundial incluye felicidad y desencanto. Por eso genera felices y desencantados. Vaya un caso de cada uno, como para reconocerlos. O sentirnos representados.

Felicidad. Su nombre es impronunciable. Al oído suena como una latita repiqueteando contra el empedrado desparejo del Barracas donde vive. Inmutable. Una esfinge oriental que desde los ojos semicerrados controla los movimientos que se producen dentro del local. De su local. De su mini mercado. El mismo que abrió hace ya 17 años cuando llegó desde el otro lado del planeta acompañado por su esposa embarazada de tres meses. Ahora su hija adolescente ayuda a recargar las góndolas mientras su hermano de cinco años corretea por entre los pasillos angostos arrastrando de vez en cuando algún paquete de fideos o derribando alguna lata de salsa de tomates. Su esposa, desde la caja, intercambia con él pequeños gritos en un idioma incomprensible, mientras cobra y embolsa la mercadería de los clientes. Los clientes…

Ellos que nunca rompían el protocolo de limitarse a preguntar por un precio o por la ubicación de algún producto, ahora parecen haberlo descubierto. Ahora le dan volumen de persona y hasta lo identifican con su verdadera nacionalidad. Por el Mundial, ya no es “el japonés” o “el chino”. Gracias al Mundial ha vuelto a ser coreano. Entonces los clientes masculinos, con porteña crueldad, lo azuzan con un “ahora que te goleamos tenés que bajar los precios” o le piden que cambié su bandera blanca con el símbolo rojo y azul en el centro por la celeste y blanca del sol sonriente. Con las mujeres la cuestión es más extraña, casi surrealista. “Ah, ¿de Corea?”, se sorprendió una la semana pasada cuando identificó la bandera amurada sobre la caja del mini mercado con la que había visto (a la pasada) por la TV; Otra pretendió desentrañar sus dudas con una pregunta que parecía digna de Obama: “¿De qué Corea son? ¿De la buena o de la mala?” Y él, sonriente, económico en gestos y palabras, responde a media voz y en medio castellano. Está íntimamente feliz por haber recuperado su identidad y quiere disfrutar cada una de estas horas. Porque sabe que en cuanto terminé el Mundial volverá a ser “chino” o “japonés”, y que sus credenciales de coreano quedarán archivadas hasta dentro de cuatro años. Si su selección clasifica para Brasil 2014, claro.

Desencanto: No hay partido internacional que no vea. ¿Liga inglesa los sábados a la mañana? A poner el reloj a las ocho, preparar unos mates y listo. A disfrutar del Manchester, del Liverpool o del Blackburn. ¿Calcio? Si, también. Un mediodía con un bife con ensaladas mientras allá, en la “tele”, la Roma ataca al Verona o el inter busca un gol contra Lazio. ¿Fútbol de España? Imposible perderse un Barcelona-Valencia o un clásico madrileño Real-Atlético. Y la Champions League, la Bundesliga, la Copa Libertadores, un amistoso de Francia o Brasil o China. Si la TV por cable ha sido una bendición, internet es su paraíso porque le permite ver goles de la liga de Qatar y hasta los duelos de la Copa Africa en directo. Todo consume con avidez, acumulando información con sedienta desesperación.

En la oficina se destaca no tanto por su trabajo en “Contaduría” como por recitar de memoria la formación de Holanda del 74 o los goleadores de Argentina en el último Mundial. Justamente. El Mundial. Tanto lo espera. Tanto abarrota a sus compañeros con datos y detalles durante cuatro años cinco días a la semana, que cuando la cita máxima llega (y los partidos aburren y las grandes figuras parecen incapaces de dar bien un pase a dos metros) éstos toman venganza y lo hieren con estas cuestiones. Y él asume la defensa cuestionando al exigente calendario que tienen los clubes (y gracias al que él disfruta de media docena de partidos por semana) o apuntándole a la pelota que pica tomando velocidad y efectos que la física no parece conocer. Nada sirve, sin embargo. El “Loco del Fútbol” (como lo han bautizado clandestinamente sus compañeros de oficina) recibe el escarnio de todos, incluidas las chicas de “Personal”, incapaces de diferenciar a Nigeria de Japón futbolísticamente hablando. Cualquiera lo tortura. Cualquiera lo azota con una ironía sucia, rastrera. A él y a su amado fútbol internacional. Y él sufre porque, en el fondo, se siente desencantado. Pero no va a rendirse. Esperará cuatro años por la revancha. Esperará, por supuesto, viendo todo partido internacional que la televisión o la web le ofrezcan. Porque si uno de los axiomas que rigen su vida es aquel que dice que “el fútbol siempre da revancha” ¿por qué no esperar entonces que lo mismo aplique para el Mundial?

¿A usted nunca le paso?: El monstruo del baño

Nicolás termina de acomodarse la ropa, aprieta a la pasada el botón y camina los tres pasos que lo separan de la pileta. Entonces se detiene, la mano suspendida a centímetros de la canilla. Algo ha pasado a sus espaldas. O mejor dicho, algo no ha pasado. Gira despacio, como si temiese encontrarse cara a cara con el monstruo de Frankenstein parado detrás suyo. Desanda la distancia hasta el inodoro pero antes de acercarse del todo ya sabe lo que sucede. Ahí está el agua, casi al borde, girando perezosamente, como un ojo sucio que espía el espacio del baño. Nicolás, con acierto, piensa “Mierda” y de pronto evoca las palabras escritas por “la señora” en una nota pulcramente apretada por el imán de un elefante contra la puerta de la heladera y que él releyó a la pasada (y casi con nulo interés) anoche al volver de la oficina. “Señor Nicolás: El baño se tapó otra vez. Usé la sopapa y se fue, pero hay que llamar al plomero. Elba” Ahora Nicolás comprende que no luchará contra la temible criatura creada por el doctor Frankenstein. No. Su rival es otro. Peor. Un inodoro tapado.
Mientras su mente ha repasado la nota dejada por “la señora” que pasa martes y viernes para limpiar su dos ambientes, el agua y su oscura carga siguen observándolo desde abajo. Ambos se miden. Nicolás, desde arriba, mensurando la dimensión de su enemigo. Y éste, desde abajo, insondable, inescrutable. ¿Qué armas guarda escondidas? ¿Con qué artimaña buscará sorprenderlo?
Al lado, casi al alcance de su mano, está plantada la sopapa que Elba ha empleado en la tarde anterior. Nicolás la toma como la espada jedi que pueda salvar el Imperio de su baño. Pero no hay un láser mágico que zumbe y acabe con aquella carga nauseabunda que –ironía de la vida- él mismo ha creado. Nicolás se quita la camisa, planta las piernas bien separadas y hunde la goma negra en el líquido igualmente negro. Cuando siente que llega al fondo, empuja. Y luego afloja. Y vuelve a empujar y a aflojar. En el tercer movimiento, la sopapa traviesa resbala y un lagrimón marrón se descorre por el costado del inodoro a pocos centímetros de sus zapatos. “Mierda”, insiste Nicolás antes de reanudar su arremetida, ahora con las piernas más separadas y regulando mejor las fuerzas. Uno, dos tres… Algo en el fondo hace “glooob, gluck, gloooob”. El agua se mueve hacia abajo, hacia abajo. Y se detiene. No se ha ido toda. Pero si más de la mitad.
Nicolás resuelve que más agua puede servir para completar la tarea. Presiona el botón con euforia y, al momento, el líquido llena el recipiente enlozado y sube, sube, sube… Y escapa. Nicolás salta hacia atrás y con el mismo movimiento se descalza arrojando los zapatos hacia el pasillo y huye detrás de ellos mientras el agua sucia y parte de su extraño contenido se lanzan a la conquista de las baldosas antes blancas.
“Mierda”. Es la tercera vez que lo piensa. El monstruo del baño sonríe con el mástil de la sopapa asomando a un costado remedando el escarbadientes del inolvidable Minguito. Nicolás se saca los pantalones grises y entra al baño semi inundado para arremeter otra vez. Abajo, arriba, abajo, arriba… “Gloob, glooob, gluuuck”. Nada más. El agua sigue al borde. Insiste. Mínima respuesta. Nicolás empuja con más fuerza. El líquido rebalsa soltando otra “carga” y él vuelve a pensar en la palabra que ya define su día.
Cuando comprende que la sopapa será inútil resuelve desarmar el inodoro. Baja las tapas y se asoma. Un cilindro de goma une el asiento con la pared desde donde asoma el caño de agua para la descarga. Nicolás lo quita. Luego estudia los tornillos. Hay dos que sujetan el inodoro al piso. Y otros dos que sostienen las tapas. Resoplando sale del baño dejando huellas pringosas hasta la cocina. Allí, en un cajón, hay herramientas que puede usar aunque él nunca ha sido un hombre de pinzas, martillos o destornilladores.
Cuando regresa al baño se paraliza. ¡No hay agua! Apenas en el fondo unos diez centímetros oscuros se revelan como una pupila tímida. Nicolás, obnubilado de júbilo, se llena la palma para apretar con fuerza el botón y decretar su definitiva victoria. Y, entonces, demasiado tarde, comprende el error. La unión de goma desconectada se burla desde el bidet cercano. El chorro de agua sale con furia desde la pared y reinunda el piso.
Nicolás chapotea maldiciendo, conecta el asiento con el caño de descarga y vuelve a oprimir el botón. El agua circula creando un remolino que sube. Y se detiene. Una vez más. Con la paciencia rota, los pies y la mitad de las piernas empapados, comienza a hurgar en los tornillos y tuercas que sujetan las tapas de plástico negro al asiento. La pinza se zafa dos veces antes de tomar con acierto la cabeza hexagonal. Nicolás oprime, gira, insulta… y se golpea los nudillos contra la pared. La tuerca no se ha movido. El agua dentro del inodoro tampoco. Prueba con un destornillador. Palpando más que viendo, acierta la ranura del tornillo. Pero no consigue aplicar la fuerza correctamente. Está de pie, torciendo el cuerpo hacia abajo, apuntando la herramienta hacia arriba. Se necesita ser un contorsionista consumado para lograrlo. O recostarse en el piso. Y esta posibilidad no figura en los planes de Nicolás. El suelo esta lleno de agua que escurre lentamente hacia la rejilla. Allí donde se filtra dejando… bueno, dejando huellas que Nicolás reconoce como suyas sin necesidad de recurrir a banco genético alguno.
Media hora le lleva desmontar las tapas. Diez minutos más para aflojar el tornillo de la derecha que une al inodoro con el suelo. Y menos de dos minutos para sacar el izquierdo. Entonces, por fin, Nicolás se planta como un Hércules gigantesco, se agacha, y toma con fuerza al monstruo blanco que hace gárgaras con agua servida y lo alza. De inmediato un chorro frío ataca sus pies y por uno costado otra carga amenaza abandonar el recipiente.
Nicolás se da vuelta buscando donde arrojar aquellos contenidos nauseabundos. No lo ha pensado antes y siente, de repente, los intríngulis que deben afrontar los gobiernos cuando hablan de no saber dónde meter sus desechos tóxicos. Pero él tiene problemas más serios al parecer. El piso mojado le juega una mala pasada, pierde estabilidad y vuelca el inodoro hacia el rectángulo de la ducha. Y allí va todo. Todo. Sobre la alfombrita azul. Lo positivo es que ni él se ha caído (aunque se despelleja el codo derecho contra el mueble de las toallas) y tampoco se le ha caído el retrete. Si esto último hubiera pasado, Nicolás no tiene dudas, se habría reventado al medio como un huevo hueco. Recuperado el equilibrio, Nicolás deja el envase blanco casi vacío dentro del sector de ducha y se asoma al pozo negro que abre su boca redonda y misteriosa. Nada ve. Solo un oscuro agujero que se pierde insondable hacia vaya a saber qué dimensión. La conclusión es obvia. Lo que está tapado es el inodoro. Por suerte. ¿Por suerte?
Toma el asiento y lo gira volcándolo. Un horripilante “blug” y a continuación un sonoro “splack” se dejan oír. Nicolás cierra los ojos tratando de que el contenido de su estómago no lo abandone.
Seguirá otra larga hora de una lucha cuyos escabrosos detalles Nicolás se
llevará a la tumba. Al final, agotado, enchastrado, pero triunfador, celebrará íntimamente su victoria. Ha vencido a un monstruo. Ha vencido al monstruo del baño. Pero, una nueva ironía para su día, no puede compartir su triunfo con nadie. Mierda.