El Mundial tiene muchas cosas. Tribunas coloridas, pobladas por personas que gastan dinero e ingenio en maquillarse y vestirse apostando a los cinco segundos de fama que les permitirá inmortalizarse en el tablero gigante del estadio y en las pantallas de TV del planeta entero. También tiene ceremonias que se repiten robóticamente, himnos cantados con marcial unción (o llorados, como el “
Felicidad. Su nombre es impronunciable. Al oído suena como una latita repiqueteando contra el empedrado desparejo del Barracas donde vive. Inmutable. Una esfinge oriental que desde los ojos semicerrados controla los movimientos que se producen dentro del local. De su local. De su mini mercado. El mismo que abrió hace ya 17 años cuando llegó desde el otro lado del planeta acompañado por su esposa embarazada de tres meses. Ahora su hija adolescente ayuda a recargar las góndolas mientras su hermano de cinco años corretea por entre los pasillos angostos arrastrando de vez en cuando algún paquete de fideos o derribando alguna lata de salsa de tomates. Su esposa, desde la caja, intercambia con él pequeños gritos en un idioma incomprensible, mientras cobra y embolsa la mercadería de los clientes. Los clientes…
Ellos que nunca rompían el protocolo de limitarse a preguntar por un precio o por la ubicación de algún producto, ahora parecen haberlo descubierto. Ahora le dan volumen de persona y hasta lo identifican con su verdadera nacionalidad. Por el Mundial, ya no es “el japonés” o “el chino”. Gracias al Mundial ha vuelto a ser coreano. Entonces los clientes masculinos, con porteña crueldad, lo azuzan con un “ahora que te goleamos tenés que bajar los precios” o le piden que cambié su bandera blanca con el símbolo rojo y azul en el centro por la celeste y blanca del sol sonriente. Con las mujeres la cuestión es más extraña, casi surrealista. “Ah, ¿de Corea?”, se sorprendió una la semana pasada cuando identificó la bandera amurada sobre la caja del mini mercado con la que había visto (a la pasada) por
Desencanto: No hay partido internacional que no vea. ¿Liga inglesa los sábados a la mañana? A poner el reloj a las ocho, preparar unos mates y listo. A disfrutar del Manchester, del Liverpool o del Blackburn. ¿Calcio? Si, también. Un mediodía con un bife con ensaladas mientras allá, en la “tele”,
En la oficina se destaca no tanto por su trabajo en “Contaduría” como por recitar de memoria la formación de Holanda del 74 o los goleadores de Argentina en el último Mundial. Justamente. El Mundial. Tanto lo espera. Tanto abarrota a sus compañeros con datos y detalles durante cuatro años cinco días a la semana, que cuando la cita máxima llega (y los partidos aburren y las grandes figuras parecen incapaces de dar bien un pase a dos metros) éstos toman venganza y lo hieren con estas cuestiones. Y él asume la defensa cuestionando al exigente calendario que tienen los clubes (y gracias al que él disfruta de media docena de partidos por semana) o apuntándole a la pelota que pica tomando velocidad y efectos que la física no parece conocer. Nada sirve, sin embargo. El “Loco del Fútbol” (como lo han bautizado clandestinamente sus compañeros de oficina) recibe el escarnio de todos, incluidas las chicas de “Personal”, incapaces de diferenciar a Nigeria de Japón futbolísticamente hablando. Cualquiera lo tortura. Cualquiera lo azota con una ironía sucia, rastrera. A él y a su amado fútbol internacional. Y él sufre porque, en el fondo, se siente desencantado. Pero no va a rendirse. Esperará cuatro años por la revancha. Esperará, por supuesto, viendo todo partido internacional que la televisión o la web le ofrezcan. Porque si uno de los axiomas que rigen su vida es aquel que dice que “el fútbol siempre da revancha” ¿por qué no esperar entonces que lo mismo aplique para el Mundial?